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lunes, 14 de marzo de 2016

Poema XXIX de LAS HORAS Y LOS LABIOS de EDUARDO MOGA



La carne ha muerto. ¿O aún excede a sus escamas y a su vejez, y entrega a la mirada el aroma de los dedos, los dedos deseantes? La carne ha muerto, sí: despliega sus pañuelos tristes como un alma expugnada por la posesión. (Asoma el sujetador; un lunar, luciente, alborota la blancura). Ahí, en la intersección de la lengua y la caída, la carne ocurre, se distiende, construye su caducidad, las manos a que da forma la ceniza, se alicata de horas, de besos enmascarados, como un ídolo frío. Mas no: la carne no ha muerto todavía, como no muere el plasma de la flor, como no muere el grito de los niños que traspasa la ventana y cuaja, anaranjado, en la nada espesa del cuarto. Hay una grieta en lo gris, algo antiguo que recorre el pubis rumoroso; hay un yeso inflamado, un acto de sol, un hielo cálido, que centellea en el firmamento de las sábanas. (Las arrugas se desperezan: advierto su claridad córnea, el mortecino relámpago. Las zapatillas nos miran. Somos prisioneros de nuestros cuerpos: de las adherencias de nuestros cuerpos, del peso de la oquedad que somos. La ropa, abandonada, espera).
Y lo toco como quien encuentra una moneda o una eternidad.
Lo he tocado tantas veces que ya no tiene rostro. Su rostro está en mis manos, dentro de mis manos, dormido como un ángel viejo.
Sin embargo, hay tibieza. La piel no se interpone entre el cuerpo y su temblor. La piel tiene los ojos muy abiertos y una luz ebria y cansada y derrumbaderos en los que los dedos encuentran otras pieles menos dóciles, sombras tuyas que no he visto, materia silenciosa en la que grana tu presencia. Tropiezo con besos desfondados, que entorpecen la mirada, pero los aparto como a sombras y alcanzo tu ebullición tranquila; observo el cielo inerte, recorrido por cometas nupciales, pero convengo en tus núcleos, opto por la suavidad con que me creas; me salpica la gran ubre de las horas, pero me guarezco en tus pausas, y descorro el telón de lo que somos, y hallo larvas queridas, algo suplicante, parecido a la existencia, donde gotea el fuego. Las manos continúan, nadan, duran mucho más que mis manos, se enredan en el promontorio de los pezones: sus crestas son un estallido firme, del que penden bulbos enormes. (No he de olvidarme de poner el despertador, ni de coger, por la mañana, el libro de Perse. Ah, debería ser impasible como los relojes). Las manos, pues, encadenadas a ti, comprenden el instante, el advenimiento del sudor, y regresa aquel sudor que nos alojaba, la incertidumbre en que éramos uno. Y observan la carne cuando aún es carne invicta, mas ya en la frontera de la ablación, cuando aún arrastra el lastre inmaterial, cuando es féretro y no es féretro, sino azahar que perfuma la noche, índigo de más madrugada. Una inseguridad de rótulas, una brisa de temblores solos, la sonrisa lejana de los pies: toda latitud se empapa de boca; por todo espacio cruzan encías y pájaros. (Abrazo el gemido. Un jogger cruza la calle. Una ráfaga de aire se lleva de la mesa el borrador del penúltimo poema: éste).
Y el cuerpo que es otro y el mismo, el cuerpo que escapa de su envoltura y trasciende en fractal, el cuerpo cuya carne migra, pero que perdura en mi boca, sabiéndose más lluvia, más crisantemo o casa, más dolor mitigado por que también yo me duelo, el cuerpo que mira hacia sí como tus ojos, acariciados, me miran y me dicen “sé, somos, muramos, llaga, yazco, rayo”, y descubre el eco de lo vivido, la vibración que agita enormidades y hojas, el recuerdo urente del primer cuerpo, el cuerpo que dialoga con la carne, que conoce sus fiebres y sus grasas, que vuela en ella y se hunde en ella, que declina en su elevación y en su fulgor.
Hace calor. Es un calor desnudo, que envuelve los cuerpos en que he nacido.
La carne, es verdad, no ha muerto, pero su caminar es lento. Nosotros lo obstruimos: con nuestro conocimiento.
Te tapas, como todas las noches, con la sábana y no tardas en quedarte dormida.


Eduardo Moga. Las horas y los labios. DVD Ediciones, 2003




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